Una casa puede convertirse en un pequeño mundo encerrado en sí mismo.
Refugiados en él,
aprendemos a olvidar el universo salvaje y magnífico en el que vivimos.
Cuando domesticamos nuestras mentes y corazones,
reducimos nuestras vidas.
Nos desheredamos a nosotros mismos como niños del universo.
Casi sin darnos cuenta,
nos introducimos en roles y rutinas prefabricadas
que establecen nuestras posibilidades y permisos.
Adquirimos un conjunto de convicciones
acordes a la política, la religión y el trabajo.
Las intercambiamos entre unos y otros
como si fueran verdades absolutas.
Pero la mayor parte de estos sistemas de creencia son barreras auto-construidas,
son frágiles clichés erguidos alrededor de nuestras vidas
para dejar que el misterio permanezca afuera.
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